Los vendedores de vida.
Todo
el mundo se preguntaba el porqué y el cómo, pero hace muchos años que esa
pregunta dejó de tener sentido para mi, hace mucho tiempo no me interesaba
saber nada sobre el tema, solo me interesaba que las cosas fuesen como tenían
que ser, como yo siempre he querido que sean, sin que me preocupe más el cómo o
el por qué.
La chingada,
decía el enorme letrero rojo que estaba
arriba de esa puerta que siempre tengo abierta, el humo del cigarrillo desfilaba
hasta morir en lo alto del techo, y el sabor amargo de la punta del filtro me
llenaba el fondo de la garganta; me levanté de la rígida silla de madera, que
se quejaba con un rechinido agudo, y lo arrojé por el umbral de esa puerta,
detrás del cual solo hay un espacio sin fondo en el que siempre desecho lo que
no me sirve, a riesgo de no poder recuperarlo nunca si me arrepiento de arrojarlo,
y si me arrepiento, a no poder recuperarme nunca a mi mismo; en una ocasión y a
pesar de su resistencia, arrojé en el a mi novia, y me arrepentí a los treinta
o cuarenta segundos cuando todavía la escuchaba gritar y caer. Es una verdadera
lástima (una de esas lástimas que te hacen llorar) que no pueda sacar a más
mujeres como ella de una cajetilla, o de cualquier otro lugar…
Recuerdo
todo lo que sucedió: “Cinco cadáveres más fueron encontrados en el perímetro de
la…” anunciaba una voz procedente de una pequeña televisión, la cual se vio
interrumpida por mí cuando cambié el canal. Estaba buscando comerciales, con el
fin de encontrar a más vendedores de vida, pero al no tener suerte, me dirigí a
la cocina para prepararme un café.
Los
vendedores de vida se presentaban en fachas tan distintas, unas mejores que
otras, algunas como mujeres hermosas y provocativas, otros como pobres diablos
sedientos de alcohol, y otros como verdaderos vendedores profesionales, de
traje y corbata, pero ninguno era capaz de ofrecerme lo que necesitaba: la vida
que yo buscaba era de color blanco, todos presumían tener un poco de ella, pero
siempre me encontraba con vida gris o hasta algunas veces negra, mal cubierta
con pintura blanca.
-Esto
es justo lo que necesitas- dijo en alguna ocasión uno de los vendedores,
mostrándome en su mano un poco de vida blanca; yo me ilusioné, la miré con los
ojos como lunas y le pregunté casi con desesperación:
-¡¿Cuánto
quiere por ella?!
-Serian
tres mil dólares.
En
ese momento se me hizo un nudo en la garganta, el precio era una verdadera
mentada de madre; una fría gota de sudor se paseó por mi frente y con mucho
trabajo articulé:
-¿Está
usted seguro de que ese es el menor precio?
-Así
es -Contestó el.
Ese
día solo decidí mirar por la ventana a esa pared de ladrillos, sosteniendo en
la mano la pequeña pisca de vida blanca entre los dedos; recuerdo cuando la
vida blanca apenas y me cabía en el pecho, apenas y cabía en la cocina, apenas
y cabía en los pasillos, y ni se diga de la cama: cuando tenía a mi bella mujer
a mi lado. En ese entonces, ella usaba como única pijama una de mis camisas y
yo usaba mi piel y la suya, juntos podíamos ver por la ventana y la pared de
ladrillos no estaba; veíamos a la calle, a las personas, a las flores, al
viento… pero ahora solo estaba esa enorme, rígida, fría y sucia pared de
ladrillos.
Levanté
mi mano, y me comí la pequeña pisca de vida blanca, esperando entonces poder
volver a disfrutar de la infinita belleza de las cosas más simples, de mirar lo
hermosas que eran las nubes, de que una sonrisa aflorara en mi rostro… pero
nada de esto sucedió.
-¡Me
han estafado! –Grité desconsolado.
Aquella
no era vida blanca, solo era una obra maestra de la piratería.
Había
intentado muchas cosas: mujeres hermosas, alcohol, drogas, caprichos, placeres
y excentricidades, pero ninguna me hacía producir vida blanca, necesitaba
encontrarla en algún lugar pronto.
Un
mes más tarde, otro vendedor de vida me dijo por teléfono que había producido
un poco de vida blanca, pero que por necesidad debía venderla; yo lo cité y
cuando se apareció en mi hogar, lo hice pasar a la sala, pues la había
preparado para la ocasión. Yo me encontraba sentado en otra silla frente a la
de mi invitado en un cuarto completamente vacío a excepción de nuestros asientos
y nuestras presencias.
-Siéntese
–le ordené señalando la silla de madera que estaba en el centro de la sala.
Solo una pequeña lámpara que colgaba del techo iluminaba directamente a la
silla, pero nada más lejano al lugar al que estaba apuntada la luz era visible.
-Buenas
tardes –dijo el de forma cortés.
-Buenas
tardes, ¿le importaría responder un par de preguntas? –Declaré saltándome toda
formalidad.
-Para
nada.
-Encadénese
–le ordené al tiempo que unas pesadas cadenas caían del techo directamente en sus
piernas; él se quejó pues estas le lastimaron las piernas, pero cumplió la
orden al pie de la letra y se envolvió las manos y las piernas en ellas sin
protesta alguna.
-¿Es
verdad que usted tiene un poco de la vida blanca? –Le pregunté asediándolo con una
mirada frígida y penetrante.
Los
nervios le comieron parte de la voz cuando contestó que si. Yo me acerqué y le
desabotoné la camisa, abrí su pecho, y busqué cerca de su corazón el delicado
brillo de la vida blanca; ahí estaba, presumiéndose tan hermosa como la
recuerdo de aquellas noches con mi rubia princesa. La tomé y me paseé por la
habitación durante unos segundos, contemplando su hipnótico resplandor y
limpiándome los residuos de sangre de mis manos en mi camisa.
-Nadie
quiere vender su propia vida blanca –Le dije volteando súbitamente mi mirada
carga de juicio hacia él.
-Mis
hijos tienen hambre, daría todo por ellos, incluso la vida… ¿le molestaría
cerrar mi pecho? Hace mucho frío.
-Lo
lamento -me disculpé e inmediatamente lo cerré. -¿Cuánto quiere por ella?
-Esperaba
obtener diez mil dólares.
-¡¿Qué?!
¿Qué les da de comer a sus hijos? ¿Huevos de oro?
-No
señor, pero usted mismo lo dijo, esa es la vida blanca que me queda del día en
el que nacieron y nadie quiere vender su vida blanca.
Durante
unos segundos me quedé pensando; no tenía esa cantidad de dinero, pero mi
desesperación era enorme, hacía ya dos meses que estaba deprimido, me la había
pasado consumiendo la vida negra que nacía de la culpa y arrepentimiento que
tengo por haber arrojado a mi muñequita de ojos verdes a través de la puerta
del letrero rojo.
-Solo
me quedan ocho mil. –Declaré con resignación.
-Usted
parece necesitarla ¿no es así?
-Usted
no tiene por qué meterse… -Dije enojado antes de que aquel viejo me
interrumpiera diciendo:
-Perdone,
no quise ser descortés, pero yo puedo vivir bien, mis hijos me provocan un poco
de vida grisácea todos los días, lo único que nos falta es algo de comida.
La
rabia se me bajó un poco y me resigné a confirmar la transacción bancaria por internet;
de ahí desencadené al viejo vendedor de vida y me encerré en mi cuarto con mi
nuevo tesoro en las manos.
Miré
por encima de mis sábanas hacia el pequeño buró que estaba junto a mi cama y
observé fijamente la foto que tenía con mi angelito de labios finos, la cual se
presumía brillante con una finísima capa de polvo; una lágrima atravesó mi
mejilla izquierda y alegre cerré la puerta del letrero rojo.
Cuando
decidí comer aquella pequeña porción de vida blanca, escuché como la pared de
ladrillos frente a la ventana se derrumbaba, la luz de la luna volvía a ser
hermosa y una sonrisa en mi rostro se apareció como un pariente que regresa de
un largo viaje. Me sentía feliz otra vez, podía escribir poemas alegres, podía
cantar y podía reír.
Se
me desbordaba el brillo de la vida por los labios y yo no paraba de disfrutar
el dulce sabor de estar vivo, y estar vivo de color blanco. Aquella noche pude
dormir tranquilo.
A
la mañana siguiente, desperté con una resaca fatal, cuando consumes vida blanca
que no es la tuya propia, se corta de improviso y el sabor de la vida negra
regresa todavía más amargo de lo que pensabas que sabía.
De
esa forma me declaré en banca rota económica y en alma-rota de vida, pues no me
quedaba ya nada, y pareciera que lo que generaba la vida blanca en mí, cayó
junto con mi florecita de perfectas curvas por ese enorme vacío detrás de esa
puerta; al tiempo que ella caía, pude observar las lágrimas en su mejilla que
decían: “yo sé que te estás equivocando, yo sé que estás cometiendo un error al
hacerme esto, yo sé que te vas arrepentir y que te va a doler, yo sé que
querrás recuperarme y no podrás, pero no lo digo para recriminarte o porque
esté enojada, lo digo porque me duele saber que yo también me equivoqué, me
duele saber que estás cometiendo un error, me duele que ambos nos vayamos a
arrepentir, me duele que nos duela, me duele que querrás recuperarme y no
podrás hacerlo.”
-Siempre
supe que ella debió de arrojarme a mi, así al menos tal vez ya habría terminado
de caer. –dije en voz alta a la puerta que había permanecido cerrada desde el
día anterior, entonces tomé mi decisión, la vida blanca no puede obtenerse de
nadie más, debe de obtenerse de si mismo, y sin la vida blanca, la vida no vale
nada, sin ella, la vida deja de ser vida, la realidad deja de ser realidad, y
sobre todo, uno deja de ser uno mismo, pero mi cuerpo ya no era capas de
producirla, por lo que me arriesgué a alcanzar a mi reina de mi corazón quien
tenía ya casi tres meses de ventaja cayendo, y soltando una lágrima y el filtro
del cigarrillo, di un paso al frente atravesando el umbral de la puerta del
letrero rojo y me dejé caer al vacío, con la esperanza de que mi musa de
hermosa sonrisa no hubiese terminado de caer y hubiese encontrado en el fondo,
si es que existe, a alguien más que si mereciera y apreciara tanta vida blanca
que ella es capas de regalar libremente, bien sabiendo que podría hacer con
ella cualquier otra cosa. Así me vi a mi mismo, buscando salir de ninguna parte
para entrar a todos lados, buscando mi vida blanca.